Cierto hombre pudiente, disconforme con la casa donde vivía, decidió ponerla en venta. Para ello se dirigió a una oficina de compra-venta de propiedades, y allí describió detalladamente las características de su vivienda. El empleado que lo atendió tomo debida nota de todo lo que el hombre le fue dictando. Y luego, para estar seguro de que había entendido bien, le leyó pausadamente todo lo que había anotado.
Cuando el empleado termino su lectura, el hombre quedo mudo de asombro, y luego dijo: “¿Tendría la bondad de leérmelo de nuevo?” Y cuando el empleado termino su segunda lectura, el ambicioso cliente exclamo: “¡Pero como poder! Si toda mi vida estuve deseando una casa así, y no me di cuenta de que ya la tenía, hasta que usted me acaba de describirla. ¡Basta la casa no se vende!”
Cuantas veces, aun sin llegar a semejante extremo, el hombre moderno puede sentirse insatisfecho con lo que tiene. Y en su afán por tener algo mejor, no goza con lo que ya posee. O lo que es más ridículo y común, mientras codiciamos algún bien del prójimo, ese mismo prójimo está codiciando lo que nosotros poseemos. ¡Ciega ambición humana, que mata la felicidad de tantos corazones!
Filipenses 4,11-13 “No lo digo movido por la necesidad, pues he aprendido a contentarme con lo que tengo. Sé andar escaso y sobrado. Estoy avezado a todo y en todo: a la saciedad y al hambre; a la abundancia y a la privación. Todo lo puedo en Aquel que me conforta”.
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